BEATIFICACIÓN

Por Francisco del Campo Real

La declaración de santidad es tan antigua como la misma Iglesia.

La Iglesia es santa porque todos sus miembros están llamados a la santidad y no puede dejar de reconocer la santidad de, al menos, algunos de sus miembros.

     En los primeros siglos, esta declaración de santidad se hacía de una manera sencilla respecto a los confesores y a las vírgenes. Brotaba del sentido de la fe del pueblo, de la “vox populi”, que luego era aceptada por los jerarcas de la Iglesia. Los primeros papas y los cristianos que murieron víctimas de las persecuciones que los emperadores romanos desencadenaron contra ellos, hasta principios del siglo IV, fueron reconocidos así como mártires. 

     El Concilio Vaticano II explica esta actuación de la Iglesia: “Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado el supremo testimonio de fe y de caridad con el derramamiento de su sangre, están más íntimamente unidos  en Cristo; les profesó especial veneración junto con la Bienaventurada Virgen y los santos ángeles e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos pronto fueron agregados también quienes habían imitado más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo y, finalmente, todos los demás cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos carismas divinos los hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles” (Lumen Gentium, n.50). 

     Con el paso del tiempo ha evolucionado el proceso para la declaración de santidad. A partir del siglo X se pedía con frecuencia la aprobación del Papa, y desde el siglo XIII se reservó exclusivamente a él. Los papas Urbano VIII y, sobre todo, Benedicto XIV, en el siglo XVIII, establecieron las normas que han de seguirse en las dos fases de que consta la declaración de santidad: la beatificación y la canonización, ambas reservadas al Romano Pontífice. 

     Las normas actualmente vigentes para las causas de canonización de los siervos de Dios están contenidas en una ley pontificia peculiar (can. 1403), promulgada por el papa Juan Pablo II el mismo día de la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico (25-1-1983). 

      No es éste el lugar para describir en profundidad el proceso que se sigue en esas causas. Pero me parece oportuno dedicar al menos unas líneas a la explicación de dos nociones que a menudo intervienen en la vida cristiana, especialmente en lo que se refiere a la piedad hacia nuestros hermanos que nos han precedido: la beatificación, la canonización y las consecuencias que éstas entrañan para la vida de cada uno de nosotros. 

      La beatificación es una primera respuesta oficial y autorizada del Santo Padre a las personas que piden poder  venerar públicamente a un cristiano que consideran ejemplar, con la cual se les concede permiso para hacerlo. La fórmula del ritual para la beatificación,  en respuesta a la petición hecha por el Obispo de la diócesis que ha promovido el proceso, dice así: “Nos (plural mayestático: Yo, el Papa), acogiendo el deseo de nuestro hermano (el nombre del obispo que ha hablado), el de muchos otros hermanos en el episcopado, y de muchos fieles, después de haber consultado la Congregación para las Causas de los Santos, con nuestra Autoridad Apostólica concedemos la facultad de llamar “Beato” al siervo/a de Dios (el nombre), y que su fiesta pueda ser celebrada el día (día de la muerte), cada año, en los lugares y forma establecidos por el derecho”.

      La beatificación, pues, no impone nada a nadie en la Iglesia.  Pide, eso sí, el respeto que merece una decisión del Papa, y el que merece la piedad de los hermanos cristianos. Por esto la memoria de los beatos no se celebra universalmente en la Iglesia, sino solamente en los lugares donde hay motivo para hacerlo y se pide. Incluso en estos casos, excepto cuando se trata del fundador de una Congregación, o de un patrono, o de la  iglesia donde está enterrado, la memoria es siempre libre y no obligatoria, para respetar el carácter propio de la beatificación.

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