Nuestros Mártires

TESTIMONIO COLECTIVO DE FIDELIDAD A IMITAR

Por Francisco del Campo Real 

     Los mártires forman parte del paisaje cristiano desde sus inicios. Ellos constituyen lo más preciado y fundante de la historia primitiva y de los siglos siguientes hasta nuestros días. Constituyen el ejemplo más representativo de la fidelidad y del testimonio de los creyentes. Nuestros altares se levantan sobre sus reliquias y nuestra apología los presenta con orgullo en sus primera páginas.

      Es verdad que, a menudo, el martirio puede parecer ambiguo por alguna de sus partes. Resulta claro que los mártires mueren por confesar a Cristo o por no renegar de él, pero no siempre  nos  son tan evidentes las motivaciones de los verdugos. El odio a Dios, presente en la definición del martirio, admite variantes, aunque no siempre son contrapuestas,  ya que la incomprensión del elemento religioso está casi siempre presente.

      Naturalmente, la glorificación posterior del mártir suscita el rechazo de quienes se sitúan al otro lado de la orilla. Ya la muerte de Cristo suscitó la llamada cuestión judía y otro tanto ha sucedido con los muchos mártires que en la historia han sido. Allí donde hay mártires ha habido verdugos y la celebración parece redundar en su desdoro. ¿Ha dejado alguna vez la comunidad creyente de venerar a sus testigos más cualificados por temor a desagradar o dificultar la reconciliación?, ¿No se trata más bien de un problema falso?

      Cuando se habla de persecución religiosa nos referimos a la que sufrió la Iglesia Católica en toda España, y en concreto en la diócesis de Ciudad Real, desde el 18 de julio de 1936 hasta el 31 de marzo de 1939, en el contexto de la guerra civil, en el territorio republicano, llamado también zona roja. Se prescinde, por consiguiente, de las acciones represivas de tipo político y social de ambas zonas, porque estas no tuvieron carácter antirreligioso, aunque pusieron en evidencia la violencia de la lucha fratricida.

     Al hablar de víctimas no se alude a los caídos en operaciones militares ni a los asesinados por motivos políticos, sino a los que entregaron sus vidas por amor a Dios y sólo por este motivo.

      Por ello, se hablaba ya entonces de martirio y de mártires. Pero este apelativo sólo puede darse, de momento, a los que han recibido el reconocimiento oficial de la Iglesia. A todos los demás se les aplica de modo impropio. No todos los que entregaron sus vidas durante la persecución religiosa pueden llamarse mártires, ni todos los que han muerto por la fe han recibido el reconocimiento oficial del culto litúrgico, reservado solamente a los que han obtenido la sanción solemne de la Iglesia, tras un complejo proceso en el que se demuestra la existencia de los elementos teológicos esenciales del martirio: que la víctima sea cristiano, que muera “in odium fidei” (odio a la fe), que acepte las torturas y la muerte por amor a Dios y fidelidad a Cristo, virtudes que se manifiestan además en el perdón explícito a los asesinos y en la oración por ellos, a imitación de Cristo en la cruz. Para verificar estos datos, la Iglesia instruye un complejo proceso con severas normas que permiten recoger testimonios orales y escritos, todos ellos auténticos, hasta apurar la verdad de los hechos.

     Todos los caídos de la guerra y los que sufrieron la represión en ambos bandos por la defensa de unos ideales políticos y sociales merecen el máximo respeto y son recordados como héroes y modelos a imitar por quienes siguen semejantes ideologías, pero no deben ser equiparados a quienes dieron sus vidas por motivos exclusivamente religiosos, es decir, sólo por amor a Dios.

      No cabe duda de que quienes murieron en los años de la Guerra Civil por su condición religiosa fueron mártires en el sentido más tradicional del término. Murieron exclusivamente por ser sacerdotes o religiosos o laicos comprometidos. No murieron por sus culpas personales sino por lo que representaban. Si fuera necesario algunos ejemplos de nuestra diócesis de Ciudad Real, bastaría recordar los mártires beatificados por S.S. Juan Pablo II: Pasionistas de Daimiel,  Hermanos Hospitalarios de San Juan  de Dios de Moral de Calatrava, Marianistas de Ciudad Real; el sacerdote Operario, José Pascual Carda Saporta, (que fue Rector del Seminario de Ciudad  Real) y mártires beatificados en el Pontificado de Benedicto XVI  en la ceremonia celebrada en Roma el 28 de octubre de 2007 a la cabeza del Obispo de la Diócesis, Mon. D. Narciso Estenaga y Echevarría, los sacerdotes don Julio Melgar Salgado (secretario del Sr. Obispo), don Félix González Bustos, don Justo Arévalo Mora y don Pedro Buitrago Morales sacerdotes en Santa Cruz de Mudela; los Hermanos de las Escuelas Cristianas: Agapito León, Josafat Roque, Julio Alonso, Dámaso Luis y Ladislao Luis; y el seglar Álvaro Santos Cejudo, ferroviario, natural de Daimiel (Ciudad Real) etc. Muertos, unos en la flor de su juventud y otros en la plenitud de su vida, simplemente por su condición religiosa.

      Otra cosa mucho más compleja es intentar conocer las razones profundas de quienes los mataron. Muchas razones ideológicas, sociales, de miseria cultural, de odios ancestrales difícilmente clasificables han movido a lo largo de los siglos la mano de los hacedores de mártires. Otro tanto sucedió durante las persecuciones romanas. En realidad, al juzgar y venerar al mártir no se les juzga a ellos.

      En cuanto al caso español es calificado, por historiadores como Juan María Laboa, el más cruel de la historia del Cristianismo. La persecución que sufrió la Iglesia en el período de 1936-39 fue la más sangrienta de toda su historia. La Iglesia había soportado violencias en 1835, 1869 y 1909. En gran parte del territorio republicano bastaba, sobre todo en los primeros meses, que alguien fuera identificado como sacerdote o religioso para que se le ejecutara sin proceso alguno.

      Según Antonio Montero, autor de la  investigación más fiable –Historia de la persecución religiosa en España (1936 – 1939),- los ejecutados, citados por sus nombres, fueron 13 obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 religiosos y 283 religiosas. Esta colosal matanza se produjo entre julio de 1936 y mayo de 1937, si bien una gran parte de estos asesinatos tuvo lugar durante los meses de agosto y septiembre de 1936.

     Por lo que respecta a Ciudad Real, estallada la guerra civil  el culto fue  prohibido definitivamente el 25 de julio, día en  que se celebraron las últimas misas en la diócesis y así permanecería durante 32 meses. Los  sacerdotes que regían  las parroquias fueron «invitados» a abandonarlas y aquéllos que no murieron, permanecieron escondidos  ante el gravísimo riesgo que corrían. Pero de una u otra forma todos fueron perseguidos: todos tuvieron que recluirse; muchos fueron encarcelados y recibieron   malos tratos de palabra y  de obra; algunos fueron juzgados por tribunales populares y recibieron  diversas condenas (trabajos forzados o desempeñar los más serviles). Y pronto comenzaron los asesinatos.

      El 21 de julio fue asesinado en la carretera de Alcázar a Campo de Criptana el cura de Santa Quiteria de Alcázar de San Juan, Antonio Martínez Jiménez; el 30 de noviembre lo sería en la provincia el último sacerdote diocesano, el párroco de La Solana, Aníbal Carranza Ruiz.

      Entre este breve periodo de tiempo  serían asesinados los  94 sacerdotes con el obispo al frente, Mons. Narciso de Estenaga. Éste fue hecho prisionero en su propio palacio, siendo vejado y amenazado de muerte los días 8- 9 de agosto; por último lo arrojaron de su casa acogiéndose en el domicilio del banquero D. Saturnino Sánchez Izquierdo, hasta que el 22 de agosto unos milicianos se lo llevaron junto a su capellán, don Julio y los fusilaron a ambos.

     Los asesinatos fueron especialmente intensos el mes de agosto (con 47 víctimas), aunque el terror se extendió hasta diciembre. Por lugares se sitúa a la cabeza Ciudad Real donde, en sus diferentes centros penitenciarios o en los alrededores fueron asesinados 19 sacerdotes procedente de diferentes puntos de la diócesis, además del obispo; le siguen 11 en Valdepeñas; 9 en Herencia; 9 también en Daimiel; 7 en Criptana;  6 en Manzanares, 6 en Membrilla. Pero no fue sólo en estos pueblos donde se produjeron asesinatos. En mayor o menor número se producirían en 21 pueblos más. Aunque también los hubo, generalmente se procuraba no asesinar al sacerdote propio donde había realizado su actividad, sino que se trasladaba a algún otro lugar más o menos lejano.

      El anonimato de las frías nos hablan de un total de 94 sacerdotes, incardinados o con actividad pastoral en la diócesis asesinados: además del obispo, 31 párrocos; 33 coadjutores, 12 adscritos, 12 capellanes, 4 canónigos, 4 beneficiados; 2 auxiliares de curia y 7 seminaristas. De los 7 seminaristas, dos serían martirizados en Santander. Los otros cinco seminaristas que también sitúa D. José Jiménez Manzanares en el martirologio de la diócesis murieron en el frente de batalla, de ahí que, propiamente, no formaron parte del martirologio.

      Si entonces había incardinados 234 sacerdotes, el número de víctimas ascendía a casi el 40 por ciento del clero. La misma intensidad persecutoria sufrió el clero regular en la diócesis del que murieron 112 religiosos. Y aunque sólo hubo una víctima entre ellas, sor Vicente (Francisca) Ibars Torres (Franciscana de la Purísima Concepción), tampoco se libraron de la persecución las comunidades religiosas femeninas. Con un número relativamente amplio, 607 religiosas de los diferentes institutos y congregaciones, no podían pasar desapercibidas en los pueblos donde desarrollaban su labor, casi todas de enseñanza, sanidad o beneficencia y fueron expulsadas.

     Junto a sus sacerdotes murieron también muchos seglares. Unos por ser familiares; otros por haberlos ayudado escondiéndolos en sus casas; muchos católicos por haberse significado en su condición de militantes de Acción Católica, Adoración Nocturna en los pueblos donde residían, por citar algunos pueblos: La Solana, Alcázar de San Juan, Santa Cruz de Mudela, Daimiel, Malagón, Membrilla, Manzanares, Valdepeñas, Villanueva de los Infantes, etc. Es de desear que se celebre en España una  beatificación conjunta de todos cuantos dieron su vida por coherencia con su fe, y que en esa celebración nuestra iglesia diocesana de solemnemente gracias a Dios por haber sido capaz de ofrecer ese testimonio colectivo de fidelidad.  

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