27 Octubre 2016

 Junto con la Parroquia de Almadén se ha organizado la segunda marcha al lugar del martirio en el Km 16 de la carretera a Agudo. Se celebrará el sábado 5 de noviembre y la salida, desde la Parroquia de Almadén está prevista para las nueve de la mañana de ese día. En archivo anexo está el anuncio de la convocatoria que contiene datos de interés  para quienes deseen hacer  la marcha-peregrinación.

– Don Francisco del Campo Real, Delegado de la Diócesis de Ciudad Real para la Causa de los Santos, o sea, responsable de la preparación y administración de la Causa de Beatificación de nuestro Mártir y de los otros 99 mártires de la Diócesis de Ciudad Real, ha escrito un artículo en la revista dominical Diocesana » Con vosotros» que por su interés reproducimos, por lo que representa de esperanza añadida al deseo de todos de que nuestros mártires sean glorificados e inscritos como Beatos en el libro de los Santos de la Iglesia. Este es el texto:

«LA IGLESIA DE CIUDAD REAL Y SUS MARTIRES

Nos preguntamos: ¿Es aún la hora de los santos y mártires, en un momento de indiferencia religiosa, en una época que calla sobre Dios, en los años de la «noche ética»? La respuesta más sensata es que precisamente hoy Ciudad Rea es Iglesia de santos y de mártires.

Gran noticia es la carta fechada el 20 de julio de 2016 por la que la Santa Sede ha comunicado que NADA OBSTApara que se pueda realizar la Causa de beatificación o Declaración de martirio de los siervos de Dios Antonio Martínez Jiménez, sacerdote diocesano y 99 compañeros (75 sacerdotes, una religiosa Franciscana de la Purísima Concepción y 24 laicos), asesinados por odio a la fe, en los años1936- 1939. Rasgos comunes de estos fieles cristianos: fueron hombres y mujeres de fe y oración, particularmente centrados en la Eucaristía y en la devoción a la Santísima Virgen; por ello, mientras les fue posible, incluso en el cautiverio, participaban en la Santa Misa, comulgaban e invocaban a María con el rezo del Rosario; eran apóstoles y fueron valientes cuando tuvieron que confesar su condición de creyentes; disponibles para confortar y sostener a sus compañeros de prisión; rechazaron las propuestasque significaban minusvalorar o renunciar a su identidad cristiana; fueron fuertes cuando eran maltratados; perdonarona sus verdugos y rezaron por ellos; a la hora del sacrificio, mostraron serenidad y profunda paz, alabaron a Dios y proclamaron a Cristo como el único SeñorLa Comisión de Peritos que en todo momento acepta la decisión de la Congregación de los Santos manifiesta que este grupo podría ser tenido como signo de esperanza, testigos de Dios y de la humanidad nueva para las generaciones presentes y venideras.»

Un cordial saludo para todos

6 de noviembre de 2014

El 6 de noviembre la Iglesia recordará a los Mártires del siglo XX en España. Con ese motivo y para honrar la memoria de todos ellos y con sentido didáctico Don Francisco del Campo Real, Delegado Diocesano para la Causa de los Santos en la Diócesis de Ciudad Real,  ha escrito una serie de artículos que van a ser publicados bajo el título genérico de «MÁRTIRES». Hoy se inicia la serie que honra nuestro blogg con el que sigue a continuación.

     Los mártires forman parte del paisaje cristiano desde el inicio de la Iglesia. Ellos constituyen lo más preciado y fundante de la historia primitiva y de los siglos siguientes hasta nuestros días. Constituyen el ejemplo más representativo de la fidelidad y del testimonio de los creyentes. Nuestros altares se levantan sobre sus reliquias y nuestra apología los presenta con orgullo en sus primera páginas.

      Es verdad que, a menudo, el martirio puede parecer ambiguo por alguna de sus partes. Resulta claro que los mártires mueren por confesar a Cristo o por no renegar de él, pero no siempre  nos son tan evidentes las motivaciones de los verdugos. El odio a Dios, presente en la definición del martirio, admite variantes, aunque no siempre son contrapuestas, ya que la incomprensión del elemento religioso está casi siempre presente.

      Naturalmente, la glorificación posterior del mártir suscita el rechazo de quienes se sitúan al otro lado de la orilla. Ya la muerte de Cristo suscitó la llamada cuestión judía y otro tanto ha sucedido con los muchos mártires que en la historia han sido. Allí donde hay mártires ha habido verdugos y la celebración parece redundar en su desdoro. ¿Ha dejado alguna vez la comunidad creyente de venerar a sus testigos más cualificados por temor a desagradar o dificultar la reconciliación?, ¿No se trata más bien de un problema falso?

      Cuando se habla de persecución religiosa nos referimos a la que sufrió la Iglesia Católica en toda España, y en concreto en la diócesis de Ciudad Real, desde el 18 de julio de 1936 hasta el 31 de marzo de 1939, en el contexto de la guerra civil, en el territorio republicano, llamado también zona roja. Se prescinde, por consiguiente de las acciones represivas de tipo político y social de ambas zonas, porque estas no tuvieron carácter antirreligioso, aunque pusieron en evidencia la violencia de la lucha fratricida.

     Al hablar de víctimas no se alude a los caídos en operaciones militares ni a los asesinados por motivos políticos, sino a los que entregaron sus vidas por amor a Dios y sólo por este motivo.

      Por ello, se hablaba ya entonces de martirio y de mártires. Pero este apelativo sólo puede darse, de momento, a los que han recibido el reconocimiento oficial de la Iglesia. A todos los demás se les aplica de modo impropio. No todos los que entregaron sus vidas durante la persecución religiosa pueden llamarse mártires, ni todos los que han muerto por la fe han recibido el reconocimiento oficial del culto litúrgico, reservado solamente a los que han obtenido la sanción solemne de la Iglesia, tras un complejo proceso en el que se demuestra la existencia de los elementos teológicos esenciales del martirio: que la víctima sea cristiano, que muera «in odium fidei» (odio a la fe), que acepte las torturas y la muerte por amor a Dios y fidelidad a Cristo, virtudes que se manifiestan además en el perdón explícito a los asesinos y en la oración por ellos, a imitación de Cristo en la cruz. Para verificar estos datos, la Iglesia instruye un minucioso análisis con severas normas que permiten recoger testimonios orales y escritos, todos ellos auténticos, hasta apurar la verdad de los hechos.

     Todos los caídos de la guerra y los que sufrieron la represión en ambos bandos por la defensa de unos ideales políticos y sociales merecen el máximo respeto y son recordados como héroes y modelos a imitar por quienes siguen semejantes ideologías, pero no deben ser equiparados a quienes dieron sus vidas por motivos exclusivamente religiosos, es decir, sólo por amor a Dios.

                                                                         ,-o-O-o-.

Don Francisco y la Causa de los mártires del siglo XX en Ciudad Real

9 de diciembre de 2014

Don Francisco del Campo Real, Delegado para la Causa de los Santos en la Diócesis de Ciudad Real sufrió, va a hacer pronto un año, una delicadísima y peligrosa  operación quirúrgica  . Afortunadamente, gracias a Dios y a la intercesión de «sus» mártires, se encuentra ya en la fase final de su recuperación y ha tenido el gesto de que una de sus primeras salidas lo haya sido para enterarse del estado en que se encuentra la Causa de los mártires entre los que se encuentra nuestro «amigo» el Siervo de Dios Ángel Muñoz de Morales. He aquí lo que a ese propósito escribió el pasado día 5 para todos los «amigos» de la Asociación:
«Queridos amigos: Esta mañana he estado en el Obispado de Ciudad Real y he visitado al Ilmo.Sr. Don Bernardo Torres, Vicario Judicial y Juez Delegado en la Causa de Canonización de nuestros mártires de la Diócesis de Ciudad Real para interesarme como Delegado Diocesano para la Causa de los Santos por las últimas gestiones llevadas a cabo en esta semana. D. Bernardo ha sido recibido por la autoridad competente de la Congregación y me ha manifestado que «nuestra causa» integrada por CIEN  mártires de los que se posee ha enviado la documentación precisa según la legislación vigente sigue su curso normal y se espera pronta notificación oficial para  subsanar, si fuere preciso, lo que nos indiquen y llevar a cabo la presentación de la POSITIO.  Aprovecho para agradecer a cuantos habéis rezado por mi recuperación con palabras de  Santa Teresa de Ávila: «Andan ya las cosas del servicio de Dios tan flacas, que es menester hacerse espaldas unos a otros los que le sirven para ir adelante… es menester buscar compañía para defenderse… y crece la caridad con ser comunicada» (Vida, cap.7,22).El Adviento es un tiempo fuerte de oración: tiempo para hacer plegaria de petición, y sobre todo, oración de profesión de fe. Tiempo de ver y de creer. Ejemplo nos dieron nuestros mártires. Con todo cariño, os deseo Feliz Navidad. Francisco del Campo RealDelegado Diocesano de las Causas de los Santos».
Dos importantes noticias en un solo escrito: el que Don Francisco retome de nuevo su actividad ministerial así como la de la  importante Delegación que ocupa dentro del gobierno de la Diócesis y que nuestro mártir, el Padre Ángel, se encuentre un poquito más cerca de su glorificación. No podíamos recibir «regalos» más importantes en estas fechas. Estamos «espaldas con espaldas unos a otros que nos sirven para ir adelante»….dando gracias a Dios por los importantes beneficios que nos concede y que nos animan a seguir adelante Gracias Don Francisco. Laus Deo.  

El mártir, testigo de la Fe

Por Francisco del Campo Real

EL MARTIR, TESTIGO DE LA FE 

     En muchos ambientes de nuestro tiempo, molesta tanto la memoria de los mártires como el recuerdo de los pobres. Como si el lema de esta hora fuera: ni mártires ni santos, simplemente hombres y mujeres. Uno de los más vivos deseos del Santo Padre Juan Pablo II con miras al Gran Jubileo del año 2000, expresado en su Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente se dirigió a consolidar la memoria de quienes dieron su vida a causa de la fe a lo largo del siglo XX, hecho que no sólo debía constatar que la Iglesia ha vuelto a ser Iglesia de mártires, sino que estaba llamado a tener gran resonancia ecuménica. Lo expresaba de este modo:

     «En nuestro siglo han vuelto los mártires, con frecuencia desconocidos, casi militi ignoti (soldados desconocidos) de la gran causa de Dios. En la medida de lo posible no deben perderse en la Iglesia sus testimonios. Es preciso que las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria. Esto ha de tener un sentido y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de los mártires, es tal vez, el más convincente. La communio sanctorum habla con una voz más fuerte que los elementos de división» (n. 37). El Papa proclamaba con más fuerza lo declarado por él ya en otras ocasiones, como en la Encíclica «Veritatis Splendor» n. 90-94), donde subraya que los mártires marcan el paso de la vida de la Iglesia.

     Mártir no significa originariamente persona o realidad destrozada. Mártir  es testigo fiel, fiable, seguro. El vocabulario cristiano ha ido precisando su  significado en los dos primeros siglos de nuestra era. Siguiendo a Jesucristo,  que los amó primero, se calcula que alrededor de un ‘millón de cristianos murieron por la fe durante los tres primeros siglos del cristianismo. Y en esta muerte, ellos entendían que se iniciaba su vida plena con Dios.

Casi dos mil años más tarde, hoy, la catequesis eclesial afirma: El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza (Catecismo de la Iglesia Católica).

     El mártir asume morir por el Señor, morir en el Señor. Entra por “la puerta estrecha” : acepta que Dios reine en él y que le haga vivir misteriosamente en el paso de la muerte sufrida por el odio a la fe. El martirio aparece a los ojos de la fe como una obra maravillosa de Dios: por la fe, Jesucristo vive realmente en el cristiano y su mismo Espíritu le sostiene, le hace pasar del miedo humano a la confianza segura y al deseo amoroso de ver a Dios. 

BEATIFICACIÓN

Por Francisco del Campo Real

La declaración de santidad es tan antigua como la misma Iglesia.

La Iglesia es santa porque todos sus miembros están llamados a la santidad y no puede dejar de reconocer la santidad de, al menos, algunos de sus miembros.

     En los primeros siglos, esta declaración de santidad se hacía de una manera sencilla respecto a los confesores y a las vírgenes. Brotaba del sentido de la fe del pueblo, de la “vox populi”, que luego era aceptada por los jerarcas de la Iglesia. Los primeros papas y los cristianos que murieron víctimas de las persecuciones que los emperadores romanos desencadenaron contra ellos, hasta principios del siglo IV, fueron reconocidos así como mártires. 

     El Concilio Vaticano II explica esta actuación de la Iglesia: “Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado el supremo testimonio de fe y de caridad con el derramamiento de su sangre, están más íntimamente unidos  en Cristo; les profesó especial veneración junto con la Bienaventurada Virgen y los santos ángeles e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos pronto fueron agregados también quienes habían imitado más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo y, finalmente, todos los demás cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos carismas divinos los hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles” (Lumen Gentium, n.50). 

     Con el paso del tiempo ha evolucionado el proceso para la declaración de santidad. A partir del siglo X se pedía con frecuencia la aprobación del Papa, y desde el siglo XIII se reservó exclusivamente a él. Los papas Urbano VIII y, sobre todo, Benedicto XIV, en el siglo XVIII, establecieron las normas que han de seguirse en las dos fases de que consta la declaración de santidad: la beatificación y la canonización, ambas reservadas al Romano Pontífice. 

     Las normas actualmente vigentes para las causas de canonización de los siervos de Dios están contenidas en una ley pontificia peculiar (can. 1403), promulgada por el papa Juan Pablo II el mismo día de la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico (25-1-1983). 

      No es éste el lugar para describir en profundidad el proceso que se sigue en esas causas. Pero me parece oportuno dedicar al menos unas líneas a la explicación de dos nociones que a menudo intervienen en la vida cristiana, especialmente en lo que se refiere a la piedad hacia nuestros hermanos que nos han precedido: la beatificación, la canonización y las consecuencias que éstas entrañan para la vida de cada uno de nosotros. 

      La beatificación es una primera respuesta oficial y autorizada del Santo Padre a las personas que piden poder  venerar públicamente a un cristiano que consideran ejemplar, con la cual se les concede permiso para hacerlo. La fórmula del ritual para la beatificación,  en respuesta a la petición hecha por el Obispo de la diócesis que ha promovido el proceso, dice así: “Nos (plural mayestático: Yo, el Papa), acogiendo el deseo de nuestro hermano (el nombre del obispo que ha hablado), el de muchos otros hermanos en el episcopado, y de muchos fieles, después de haber consultado la Congregación para las Causas de los Santos, con nuestra Autoridad Apostólica concedemos la facultad de llamar “Beato” al siervo/a de Dios (el nombre), y que su fiesta pueda ser celebrada el día (día de la muerte), cada año, en los lugares y forma establecidos por el derecho”.

      La beatificación, pues, no impone nada a nadie en la Iglesia.  Pide, eso sí, el respeto que merece una decisión del Papa, y el que merece la piedad de los hermanos cristianos. Por esto la memoria de los beatos no se celebra universalmente en la Iglesia, sino solamente en los lugares donde hay motivo para hacerlo y se pide. Incluso en estos casos, excepto cuando se trata del fundador de una Congregación, o de un patrono, o de la  iglesia donde está enterrado, la memoria es siempre libre y no obligatoria, para respetar el carácter propio de la beatificación.

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Nuestros Mártires

TESTIMONIO COLECTIVO DE FIDELIDAD A IMITAR

Por Francisco del Campo Real 

     Los mártires forman parte del paisaje cristiano desde sus inicios. Ellos constituyen lo más preciado y fundante de la historia primitiva y de los siglos siguientes hasta nuestros días. Constituyen el ejemplo más representativo de la fidelidad y del testimonio de los creyentes. Nuestros altares se levantan sobre sus reliquias y nuestra apología los presenta con orgullo en sus primera páginas.

      Es verdad que, a menudo, el martirio puede parecer ambiguo por alguna de sus partes. Resulta claro que los mártires mueren por confesar a Cristo o por no renegar de él, pero no siempre  nos  son tan evidentes las motivaciones de los verdugos. El odio a Dios, presente en la definición del martirio, admite variantes, aunque no siempre son contrapuestas,  ya que la incomprensión del elemento religioso está casi siempre presente.

      Naturalmente, la glorificación posterior del mártir suscita el rechazo de quienes se sitúan al otro lado de la orilla. Ya la muerte de Cristo suscitó la llamada cuestión judía y otro tanto ha sucedido con los muchos mártires que en la historia han sido. Allí donde hay mártires ha habido verdugos y la celebración parece redundar en su desdoro. ¿Ha dejado alguna vez la comunidad creyente de venerar a sus testigos más cualificados por temor a desagradar o dificultar la reconciliación?, ¿No se trata más bien de un problema falso?

      Cuando se habla de persecución religiosa nos referimos a la que sufrió la Iglesia Católica en toda España, y en concreto en la diócesis de Ciudad Real, desde el 18 de julio de 1936 hasta el 31 de marzo de 1939, en el contexto de la guerra civil, en el territorio republicano, llamado también zona roja. Se prescinde, por consiguiente, de las acciones represivas de tipo político y social de ambas zonas, porque estas no tuvieron carácter antirreligioso, aunque pusieron en evidencia la violencia de la lucha fratricida.

     Al hablar de víctimas no se alude a los caídos en operaciones militares ni a los asesinados por motivos políticos, sino a los que entregaron sus vidas por amor a Dios y sólo por este motivo.

      Por ello, se hablaba ya entonces de martirio y de mártires. Pero este apelativo sólo puede darse, de momento, a los que han recibido el reconocimiento oficial de la Iglesia. A todos los demás se les aplica de modo impropio. No todos los que entregaron sus vidas durante la persecución religiosa pueden llamarse mártires, ni todos los que han muerto por la fe han recibido el reconocimiento oficial del culto litúrgico, reservado solamente a los que han obtenido la sanción solemne de la Iglesia, tras un complejo proceso en el que se demuestra la existencia de los elementos teológicos esenciales del martirio: que la víctima sea cristiano, que muera “in odium fidei” (odio a la fe), que acepte las torturas y la muerte por amor a Dios y fidelidad a Cristo, virtudes que se manifiestan además en el perdón explícito a los asesinos y en la oración por ellos, a imitación de Cristo en la cruz. Para verificar estos datos, la Iglesia instruye un complejo proceso con severas normas que permiten recoger testimonios orales y escritos, todos ellos auténticos, hasta apurar la verdad de los hechos.

     Todos los caídos de la guerra y los que sufrieron la represión en ambos bandos por la defensa de unos ideales políticos y sociales merecen el máximo respeto y son recordados como héroes y modelos a imitar por quienes siguen semejantes ideologías, pero no deben ser equiparados a quienes dieron sus vidas por motivos exclusivamente religiosos, es decir, sólo por amor a Dios.

      No cabe duda de que quienes murieron en los años de la Guerra Civil por su condición religiosa fueron mártires en el sentido más tradicional del término. Murieron exclusivamente por ser sacerdotes o religiosos o laicos comprometidos. No murieron por sus culpas personales sino por lo que representaban. Si fuera necesario algunos ejemplos de nuestra diócesis de Ciudad Real, bastaría recordar los mártires beatificados por S.S. Juan Pablo II: Pasionistas de Daimiel,  Hermanos Hospitalarios de San Juan  de Dios de Moral de Calatrava, Marianistas de Ciudad Real; el sacerdote Operario, José Pascual Carda Saporta, (que fue Rector del Seminario de Ciudad  Real) y mártires beatificados en el Pontificado de Benedicto XVI  en la ceremonia celebrada en Roma el 28 de octubre de 2007 a la cabeza del Obispo de la Diócesis, Mon. D. Narciso Estenaga y Echevarría, los sacerdotes don Julio Melgar Salgado (secretario del Sr. Obispo), don Félix González Bustos, don Justo Arévalo Mora y don Pedro Buitrago Morales sacerdotes en Santa Cruz de Mudela; los Hermanos de las Escuelas Cristianas: Agapito León, Josafat Roque, Julio Alonso, Dámaso Luis y Ladislao Luis; y el seglar Álvaro Santos Cejudo, ferroviario, natural de Daimiel (Ciudad Real) etc. Muertos, unos en la flor de su juventud y otros en la plenitud de su vida, simplemente por su condición religiosa.

      Otra cosa mucho más compleja es intentar conocer las razones profundas de quienes los mataron. Muchas razones ideológicas, sociales, de miseria cultural, de odios ancestrales difícilmente clasificables han movido a lo largo de los siglos la mano de los hacedores de mártires. Otro tanto sucedió durante las persecuciones romanas. En realidad, al juzgar y venerar al mártir no se les juzga a ellos.

      En cuanto al caso español es calificado, por historiadores como Juan María Laboa, el más cruel de la historia del Cristianismo. La persecución que sufrió la Iglesia en el período de 1936-39 fue la más sangrienta de toda su historia. La Iglesia había soportado violencias en 1835, 1869 y 1909. En gran parte del territorio republicano bastaba, sobre todo en los primeros meses, que alguien fuera identificado como sacerdote o religioso para que se le ejecutara sin proceso alguno.

      Según Antonio Montero, autor de la  investigación más fiable –Historia de la persecución religiosa en España (1936 – 1939),- los ejecutados, citados por sus nombres, fueron 13 obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 religiosos y 283 religiosas. Esta colosal matanza se produjo entre julio de 1936 y mayo de 1937, si bien una gran parte de estos asesinatos tuvo lugar durante los meses de agosto y septiembre de 1936.

     Por lo que respecta a Ciudad Real, estallada la guerra civil  el culto fue  prohibido definitivamente el 25 de julio, día en  que se celebraron las últimas misas en la diócesis y así permanecería durante 32 meses. Los  sacerdotes que regían  las parroquias fueron «invitados» a abandonarlas y aquéllos que no murieron, permanecieron escondidos  ante el gravísimo riesgo que corrían. Pero de una u otra forma todos fueron perseguidos: todos tuvieron que recluirse; muchos fueron encarcelados y recibieron   malos tratos de palabra y  de obra; algunos fueron juzgados por tribunales populares y recibieron  diversas condenas (trabajos forzados o desempeñar los más serviles). Y pronto comenzaron los asesinatos.

      El 21 de julio fue asesinado en la carretera de Alcázar a Campo de Criptana el cura de Santa Quiteria de Alcázar de San Juan, Antonio Martínez Jiménez; el 30 de noviembre lo sería en la provincia el último sacerdote diocesano, el párroco de La Solana, Aníbal Carranza Ruiz.

      Entre este breve periodo de tiempo  serían asesinados los  94 sacerdotes con el obispo al frente, Mons. Narciso de Estenaga. Éste fue hecho prisionero en su propio palacio, siendo vejado y amenazado de muerte los días 8- 9 de agosto; por último lo arrojaron de su casa acogiéndose en el domicilio del banquero D. Saturnino Sánchez Izquierdo, hasta que el 22 de agosto unos milicianos se lo llevaron junto a su capellán, don Julio y los fusilaron a ambos.

     Los asesinatos fueron especialmente intensos el mes de agosto (con 47 víctimas), aunque el terror se extendió hasta diciembre. Por lugares se sitúa a la cabeza Ciudad Real donde, en sus diferentes centros penitenciarios o en los alrededores fueron asesinados 19 sacerdotes procedente de diferentes puntos de la diócesis, además del obispo; le siguen 11 en Valdepeñas; 9 en Herencia; 9 también en Daimiel; 7 en Criptana;  6 en Manzanares, 6 en Membrilla. Pero no fue sólo en estos pueblos donde se produjeron asesinatos. En mayor o menor número se producirían en 21 pueblos más. Aunque también los hubo, generalmente se procuraba no asesinar al sacerdote propio donde había realizado su actividad, sino que se trasladaba a algún otro lugar más o menos lejano.

      El anonimato de las frías nos hablan de un total de 94 sacerdotes, incardinados o con actividad pastoral en la diócesis asesinados: además del obispo, 31 párrocos; 33 coadjutores, 12 adscritos, 12 capellanes, 4 canónigos, 4 beneficiados; 2 auxiliares de curia y 7 seminaristas. De los 7 seminaristas, dos serían martirizados en Santander. Los otros cinco seminaristas que también sitúa D. José Jiménez Manzanares en el martirologio de la diócesis murieron en el frente de batalla, de ahí que, propiamente, no formaron parte del martirologio.

      Si entonces había incardinados 234 sacerdotes, el número de víctimas ascendía a casi el 40 por ciento del clero. La misma intensidad persecutoria sufrió el clero regular en la diócesis del que murieron 112 religiosos. Y aunque sólo hubo una víctima entre ellas, sor Vicente (Francisca) Ibars Torres (Franciscana de la Purísima Concepción), tampoco se libraron de la persecución las comunidades religiosas femeninas. Con un número relativamente amplio, 607 religiosas de los diferentes institutos y congregaciones, no podían pasar desapercibidas en los pueblos donde desarrollaban su labor, casi todas de enseñanza, sanidad o beneficencia y fueron expulsadas.

     Junto a sus sacerdotes murieron también muchos seglares. Unos por ser familiares; otros por haberlos ayudado escondiéndolos en sus casas; muchos católicos por haberse significado en su condición de militantes de Acción Católica, Adoración Nocturna en los pueblos donde residían, por citar algunos pueblos: La Solana, Alcázar de San Juan, Santa Cruz de Mudela, Daimiel, Malagón, Membrilla, Manzanares, Valdepeñas, Villanueva de los Infantes, etc. Es de desear que se celebre en España una  beatificación conjunta de todos cuantos dieron su vida por coherencia con su fe, y que en esa celebración nuestra iglesia diocesana de solemnemente gracias a Dios por haber sido capaz de ofrecer ese testimonio colectivo de fidelidad.